Éramos tan simpáticos cuando recibíamos los palos de la policía levantando las manos en las plazas. Éramos tan comprensibles cuando a su violencia, su puñetera violencia económica, cotidiana y bestial, todo lo que oponíamos era nuestra presencia en silencio…
Por Cristina Falláras
Cuando uno llega a casa del trabajo y hace la cena
le molestan las interrupciones, qué impertinencia tan poco democrática,
esas interrupciones. Casa, trabajo y cena son las palabras clave. Cuando
a uno le han arrebatado trabajo, casa y cena, sólo le queda interrumpir
para no echar a arder la rabia. Interrumpir para recordarle al
responsable que la miseria ajena la ha construido él, recordárselo a sus
seres cercanos, a sus vecinos, a sus amigos, que no se les olvide como a
tantos no se les puede olvidar que ni trabajo, ni casa, ni cena tienen
ya.
Así son las cosas, queridos ministros, diputados, periodistas y biempensantes en general. Cena. Trabajo. Y casa.
Primero te quedas sin trabajo. Seis millones de personas ya viven al
pairo, sin manera de ganarse la vida. Si no te ganas la vida, la
pierdes, no me cansaré de repetirlo. De ellos, cientos de miles son
conscientes de que nunca más volverán a trabajar. Como son personas
entre 50 y 65 años, suelen tener hijos, y seguramente lloran
acuclillados en la ducha, como yo tantas mañanas aciagas en las que
inventar ocupaciones para el día que llegaba a dentelladas ha sido la
única forma de mantener la cordura.
Después de perder
el trabajo, pierdes la cena, qué barbaridad, la cena, pensarán los
biempensantes. El subsidio de paro tiene caducidad y cargamos ya en el
lomo cinco años de crisis. De los seis millones sin curro, alrededor de
dos millones de personas en España cobran cero euros al mes. ¿Usted se
imagina lo que son cero euros al mes? ¿Usted se imagina lo que es ir a
buscar la leche del desayuno a la nevera de los abuelos, a la cola de la
Cruz Roja, a casa de una amiga que aún conserva dos tristes
colaboraciones? Párese aquí y piénselo, póngase en el lugar, no le dé
asco, se trata de un ejercicio muy aleccionador: Suena el despertador
por la mañana, levantas a los críos y escurres la última botella de
leche, ya mezclada con agua. Pero no llega, no alcanza para los dos.
Aprietas la mandíbula hasta la náusea, la última botella, la última
patata, el último huevo son piezas imprescindibles de un puzle cotidiano
que termina en cualquier momento, no a final de mes, no al principio.
Quienes cuentan la última taza de arroz en la despensa ya no tienen
principio ni final de mes, porque no hay cobros, cero euros, cero curro,
cero ingresos, el tiempo como un continuo infernal de desespero y
perplejidad, de paseos urbanos a patadas, de pequeñas ilusiones de
delincuencia básica.
¿Qué haría usted si peligrara el alimento de sus hijos?
Ah, pero no lo han perdido todo aún. Después del trabajo, la patata, la
leche y el arroz, después del agua y la luz, del teléfono y el gas,
pierdes la casa. Párese aquí de nuevo: Sí, sí, la casa, techo, refugio,
guarida, hogar, la casa en la que ya no queda equipo de música, ni
objetos de valor, ni televisión, ni vídeo, ni bicicletas, todos a precio
de saldo en el Cash Converters más cercano. No se echen las manos a la
cabeza, sé lo que digo, no exclamen Qué exageración, atrévanse a
mirarlo. Fuera casa, y empieza una búsqueda desesperada entre
familiares, amigos, asociaciones y pancartas, noches insomnes de planes
disparatados, viajemos a Buenos Aires, limpiemos bares en Berlín, ¿por
qué no ocupar un pueblo abandonado?, podemos dejar a los críos con los
abuelos. Planes que a la luz del día hacen polvo la mandíbula, destrozan
los dientes en un rechinar furioso, papás, volvemos a casa, sí, con
nuestros críos, sí, vuestros nietos, sí, con nuestro desolador fracaso a
cuestas.
¿Qué haría usted si los zapatos que calzan en casa dependieran de la caridad cristiana?
Ah, qué fácil resulta cuando uno llega a casa del trabajo a preparar la
cena –trabajo, cena, casa— escribir un artículo defendiendo el derecho
de los responsables a preservar su vida, su tranquila existencia
cotidiana de agua caliente, jabones, cremas hidratantes, yogures
enriquecidos, jerséis de primera mano y ropa interior de primer culo.
¿Qué esperaban? ¿Qué coño esperaban? ¿Que los miles de desposeídos, de
desasistidos de esta crisis que algunos han construido forrando de
monedas sus viajes al paraíso, y que muchos han callado y permitido, que
esos ya millones de desamparados se quedaran cruzados de brazos
lavándose con agua de la fuente?
¿Qué haría usted, que aún trabaja, cena y vuelve a una casa que es suya?
Éramos tan monos, tan simpáticos cuando recibíamos los palos de la
policía levantando las manos, sentados en las plazas. Éramos tan
comprensibles cuando todo lo que oponíamos a su violencia, su puñetera
violencia económica, cotidiana y bestial, era nuestra presencia en
silencio, que ahora que sencillamente nos acercamos a decirles No
permitiremos que usted siga condenándonos, ahora ese gesto básico les
parece un acto poco menos que terrorista. Kale borroka, dicen; acoso
fascista, dicen; hay que ver los pobres hijos del ministro, dicen los
que no dijeron nada con los miles y miles de pobres hijos que empezaron
hace meses su deambular por casas de abuelos, de amigos, de prestado,
casas ocupadas, patadas a las puertas, viajes inciertos. Esos miles,
quizás cientos de miles de hijos no han merecido palabra de los que
ahora denuncian acoso, violencia, qué horror.
Nosotros nos equivocamos, sí señor, delegamos el ejercicio del poder y
las decisiones que afectaban a nuestro vivir en una panda de mangantes
que nos han dejado en pelotas. Lo admitimos, y ahora apechugamos con
eso. Cada uno que apechugue con lo suyo. Ellos se negaron a tomar las
medidas necesarias contra nuestra miseria, contra nuestras muertes
pequeñas, contra el desamparo de nuestras criaturas, contra nuestros
desahucios. Ellos podían haberlo parado, haberlo evitado, haberlo
resuelto, haber tomado medidas como las tomaron con la supuesta ruina de
los bancos. Bien, no las tomaron. Apechuguen también ellos con sus
decisiones, ¿no?
¿De verdad pensaron que una sociedad
puede permitirse el lujo de seis millones de parados más otro puñado de
millones de empobrecidos hasta la caridad a cambio de entonar un brote
verde? ¿Creyeron en serio que vallando el Congreso y rodeándolo de armas
iban a evitar oler la protesta de los ciudadanos? Hay que ver, hay que
ver cómo atonta llegar a casa del trabajo y hacer la cena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario